En libreopinion.net encontré esta entrevista a la periodista y escritora Matilde Elena López. No tiene título ni autor… pero es excelente. Me encontré con ella mientras buscaba información para la edición cien de Revista Mujeres. La copio esperando que sea de inspiración, ya sea para quienes escriben o para quienes temen emprender su propio camino en la política en las artes o en la vida.
Salvadoreña de inquietudes intelectuales y luchas políticas, periodista, literata, catedrática, pionera del ensayo en el país, mujer que se opuso con cuanto estaba a su alcance al Martinato, tres veces exiliada, que tuvo amores y viajó por el mundo, Hija Meritísima de El Salvador… Un cúmulo de cosas vividas en 89 años que ahora le resultan un rumor incongruente.
Sus recuerdos están en los libros que escribió, en las personas que la rodean, en lo que se dice de ella, de la escritora salvadoreña Matilde Elena López. A sus 89 años ha olvidado ya exilios, viajes, amigos, filosofía y muchas letras. Matilde ha recibido gran cantidad de reconocimientos, que incluyen el de Hija Meritísima de El Salvador en 2003 y el Premio Nacional de Cultura en 2005; sin embargo, su nombre ha dejado de sonar. Ha dejado de recibir visitas. Ha empezado a olvidarlo todo. Cada vez más sola en su casa, entre libros y diplomas que ya no reconoce, Matilde repite el eco de un ayer literario: “La vida es más grande que el destino”. Una frase que parece sintetizarla.
—¡Vení, vení! ¿Sabés una cosa?
—¿Qué señora?
—Oí bien… ¡La vida es más grande que el destino!
—¡Qué bonita frase!
—Pues es mía, es genuina de Matilde Elena López… ¡Y la vida es más grande que el destino…!
Zulma sonríe con humildad. Todos los días le escucha decir lo mismo, así que desaparece por una de las puertas de la oscura casa, de la que emana un leve pero picante olor a libros y polillas.
Sobre un aruñado sofá rojo en el que descansa, sentada, Matilde luce chiquita. Diminuta. Si estuviera de pie apenas rebasaría 120 centímetros de estatura. La acompañan un peine celeste, una lupa sin cristal, y una torre de libros a la que todas las mañanas pasa revista. De la misma torre se desprende un folleto amarillento que intenta resumir quién es Matilde Elena López Fischnaler: salvadoreña de inquietudes intelectuales y luchas políticas, periodista, literata, catedrática, pionera del ensayo en el país, mujer que se opuso con cuanto estaba a su alcance al Martinato, tres veces exiliada, que tuvo amores y viajó por el mundo, Hija Meritísima de El Salvador… Un cúmulo de cosas vividas en 89 años que ahora le resultan un rumor incongruente.
El único recuerdo constante es “Julito”. Su gran amor, su único nieto. Lo evoca mucho, aunque no recuerda si emigró a Canadá o Europa. El país es lo de menos.
A Matilde se le escabullen los recuerdos e ideas como ratones asustados. Y Zulma, una joven de 17 años, tampoco sabe mucho. Si se les pregunta, ambas desconocen por qué hay más de 40 premios y decenas de retratos que cuelgan de las paredes. El ayer no entiende el ahora y viceversa. Hay confusión.
“No es Alzheimer. Lo que ella tiene son muchos años, de pensar”, razona Floritchica Valladares, la única hija de Matilde. Ella es abogada y este mes cumplirá 66 años. Lleva tacones altos con hebillitas y el cabello a lo Blancanieves. Floritchica procura venir a la casa a diario. Lo hace así para que ella no eche de menos los homenajes y los amigos que dejaron de visitar su casa, la vieja casa de la calle Caribe, en Antiguo Cuscatlán.
Un pasaporte caducado dice que Matilde Elena López Fischnaler nació en el barrio El Calvario, en San Salvador, en 1919. Una fe de bautismo da cuenta de que fue hija de una madre soltera ahuachapaneca y de un doctor austriaco. Nunca se casaron porque él formó otra familia. Floritchica dice que en esa época “ser madre soltera era peor que asesinar. Entonces fue la abuela, Adela López –no la mamá– quien crio a Matilde repitiéndole: “Tú eres la mejor, tú eres la mejor, tú eres la mejor”.
—Es cierto, Flori sabe más que yo… ¡Dios me guarde! ¡Esa vieja me quería mucho! Si escriben de mí, menciónenla a ella. Eso me gustaría mucho. –irrumpe con atino Matilde y señala la desteñida fotografía de su abuela, que parece verla, con seriedad, desde otra época.
—Entendido, doña Matilde.
—No me diga “doña”. ¿Acaso le parezco una viejita? Dígame Mati. Tan bonito que suena Mati…
Mati –Matilde– recuerda con vaguedad que Mamá Adela la envió a estudiar la primaria a Ciudad de Guatemala. Lo que ya olvidó es que regresó justo antes de su muerte en 1930. Desde esa época se da cuenta de que podía escribir como en las revistas. “A los 11 o 12 años yo me hacía la reflexión: ¿Por qué ellos son ellos y yo soy yo?”, comparaba en una entrevista publicada en 2005 su capacidad para analizar y redactar con la de otros niños contemporáneos.
“Siendo adolescente envié a Diario Nuevo mis primeras prosas. Ahí no creían que quien enviaba los artículos era solo una chiquilla, hasta que me presenté en el Diario, usando calcetines, y con mis libros bajo el brazo”, afirmó Matilde en otra entrevista, una de 1988. Diario Nuevo era, con ironía, propiedad del gobierno dictatorial de Maximiliano Hernández Martínez, al que se opondrá poco después; sin embargo, fue ahí donde Matilde empezó a vivir de las letras. Le abrieron una sección diaria: “Charlando con ellas”. Solía charlar de derechos femeninos y literatura.
Matilde me toma del brazo. Quiere mostrarme unas fotografías de 1930. Caminamos al lado de un teléfono de rosca y de un reloj suizo que marca a toda hora las 11:44. Entramos en su oscura habitación, el foco no enciende. Matilde tiene arropado a un Niño Dios al lado de su almohada. Y del tocador toma las fotografías, que están de pie entre souvenires de Francia, Canadá y Costa Rica, que colectó en la Universidad de El Salvador, mientras dictaba clases de lingüística. Matilde ve mi imagen y la suya en el espejo y me pide que salgamos, que es poco apropiado que estemos ahí los dos solos.
Ante Zulma y Floritchica, vemos las fotografías y algunos recortes. Una foto color sepia ubica la graduación de bachiller de Matilde en el año de 1935, en el extinto Instituto Fuentes. Tenía 16 años. Poco después, Napoleón Viera Altamirano le pidió que colaborara en El Diario de Hoy. Fue en ese diario donde publicó sus primeros ensayos.
En 1942, Matilde escribió uno pequeño pero sustancioso. En él dibujó pensamientos considerados “revolucionarios” para la época. “Abajo las muñecas frívolas” es el título. El texto dice: “No es hora de aprender las armas de la seducción. Las mujeres no deben perder el tiempo en frivolidades. Ya es hora de que tomen conciencia de su propio proceso de educación y de que tomemos ejemplos de todo el mundo…”.
La primera salvadoreña que incursiona en el ensayo aseguró que en esa época ya se reunía con artistas e intelectuales, como Óscar Escobar Velado, Cristóbal Humberto Ibarra o Pilar Bolaños. Con esa generación, llamada “generación del 44 o de la dictadura”, discutía los libros que importaban desde México. Algunos de ellos versaban sobre política antifascista.
—Mamá, ¿recuerda a Maximiliano Hernández?
—No. No me suena el nombre… ¡A mi juicio, el mejor es Julito!
Floritchica parece no sorprenderse por la respuesta. A diferencia de hoy, un día antes, había declarado que Maximiliano era el mismísimo “Satanás”. La hija prosigue. Narra que Matilde tenía más o menos 20 años cuando se casó con Miguel Ángel Valladares, un oficinista de la estadounidense International Railways of Central America, la empresa que administraba los trenes salvadoreños. Él además era presidente de la Asociación de Trabajadores Ferrocarrileros, y Matilde era su asesora sindical. Ambos estaban además involucrados en el Partido Comunista Salvadoreño (PCS) y apoyaban la idea de que uno de sus líderes, Arturo Romero, fuera presidente democrático del país. Eran romeristas.
—Yo de cipota fui metida. Andaba de allá para acá, pero no tanto como ella –interviene Matilde mientras señala a Zulma, que mueve cosas de aquí a allá.
La Navidad de 1942 trajo consigo el nacimiento de Floritchica Ai-Liu. Ese es el nombre también de la protagonista de “Los Aiducs”. La novela favorita de Matilde, obra del rumano Panaït Istrati. Floritchica no cumplía ni tres años cuando el 2 de abril de 1944 gran parte del país explotó contra la dictadura más prolongada de su historia: 13 años de Maximiliano Hernández Martínez. En la intentona, Matilde se unió a un grupo de estudiantes y tomaron la estación radial YSP. Allí, al aire, gritaron que el general Martínez había sido derrocado. El dirigente comunista Miguel Mármol se alegró mucho al escuchar el anuncio, que resultó efímero.
“Vino el tiempo que tuve de refugiarme en casas de amigos. Mi esposo me decía: ‘Vas a ser la primera mujer en ser fusilada’”, recordaba bien Matilde, aún en 2005.
El primer exilio de Matilde devino luego del 21 octubre de 1944. Ese día el Estado recibió un golpetazo militar. Uno que reinstauró otro Martinato sin Martínez. Con las cosas así, Matilde, su esposo, y el resto de opositores del militarismo escaparon a sitio seguro, a Guatemala. “Nos transportaron allá en camiones”, trata de recordar. Allí, tan solo un día antes había ocurrido lo contrario que en San Salvador: la dictadura de Jorge Ubico había sido tumbada. Muchos salvadoreños se fueron a vivir la “Revolución Guatemalteca”.
Atrás, en el empobrecido barrio Lourdes de San Salvador, quedó con su abuela una Floritchica de dos años. Su pequeña hija pequeña no cabía en la vida de la escritora. “Mi mamá se marcha a México y Guatemala a buscar mundo. Lo busca sin mí por 10 años. En ese tiempo mi abuela y yo pasamos necesidades con un exiguo cheque que venía cada mes desde el exilio”, susurra con un dejo de tristeza Floritchica.
Matilde camina del brazo de Zulma; ambas se dirigen al comedor. Zulma ha preparado plátanos sancochados y frijoles molidos. Huele a almuerzo con cara de desayuno. En el corto trayecto, paso a pasito, Matilde le recita el fragmento de otro de sus poemas: “¿Sabes que porque duerme sola el agua amanece tan fría?” La joven se encoge de brazos. Segundos después se escucha en otra habitación: “¡Y la vida es más grande que el destino!”
Floritchica dibuja una sonrisa al escucharla.
La estancia de Matilde en México fue breve. Ella retornó a Guatemala en 1945, justo cuando Juan José Arévalo se convirtió en “el primer presidente revolucionario” de ese país. Matilde tenía ya 26 años y de inmediato la nombraron comisionada para asesorar algunos movimientos obreros; su esposo, Miguel, hizo lo mismo con el sindicato de ferrocarrileros local.
Ese mismo año, ella se inscribió en la recién parida carrera de Periodismo, de la Universidad San Carlos, una de las primeras universidades latinoamericanas en crear esa carrera. Con simultaneidad, Matilde volvió a publicar en periódicos, ahora en un rotativo llamado Mediodía. Allí consiguió su propia sección dominical: “Página de la Mujer”. El presidente Arévalo consideraba que era “lo mejor de Mediodía”, un periódico que intercalaba reportajes culturales con noticias.
Aquellas páginas de Matilde, que ya sacuden el polvo de 63 años, aún levantan comentarios. Sonia Ticas, profesora de literatura Latinoamérica del Linfield College, en Estados Unidos, considera que esos artículos dilucidan a una excepcional intelectual salvadoreña que tuvo que luchar por ser respetada como líder política, incluso dentro de los círculos de izquierdas en los que se movía. Sonia evidencia que la escritora “no se consideraba feminista aunque sus actitudes desplegadas en su literatura y militancia dan cuenta de lo contrario”.
Para fundamentar la hostilidad en la que estaba envuelta, Sonia Picas analiza un “halagador” comentario que Matilde recibió en Mediodía el 22 de agosto de 1945: “En cuestiones sociales, esta chica ¡es todo un hombre”.
Sonia considera que ese comentario revela que a Matilde se le consideraba una “anomalía” en una sociedad machista post militarista, “tanto así que se le rebaja al nivel de una chica joven y sin experiencia”. En contraste, Matilde siempre afirmó que nunca se sintió discriminada por nadie, porque siempre estuvo “salvaguardada por su inteligencia”. Decía que si una puerta había abierto a las salvadoreñas era la de literatura.
Quetzaltenango es una helada ciudad de Guatemala que desde 1916 premia lo mejor de la literatura centroamericana a través de unos prestigiados Juegos Florales. En 1950, la poesía de Matilde logró allí un primer lugar. Los ganará cuatro veces más. En esa época ella aún trabajaba para el presidente Arévalo. Escribió la memoria de su gobierno, redactó informes sobre educación pública, y envió muchos artículos para Revista de Guatemala y para la de la Universidad San Carlos.
Arévalo presentó a Matilde ante Jacobo Árbenz Guzmán, su sucesor, quien a su vez estaba casado con María de Vilanova, salvadoreña también. Una cosa llevó a la otra. Matilde se convirtió para los Árbenz más en una amiga que en una agregada cultural y política.
“Cuando llego a Guatemala, en la época de Árbenz, paso de ser una mocosa de barrio a una atmósfera donde mi mamá es una figura importante”, rememora Floritchica el año 1953, la época en que fue compañera de clases de las mismísimas hijas de Árbenz.
En distintas fotografías blanco y negro Matilde posa siempre sonriendo, guapa, con lentes y de vez en cuando hasta con un cigarrillo entre sus pequeños dedos. Se repiten fotografías en el Palacio Nacional de Guatemala, acompañada de María de Árbenz, a quien llamaba con cariño “Maruca”; fotografías con miembros de organizaciones femeninas; y hasta posa con militares, pero de la embajada de México.
El año 1954 fue uno en extremo bueno y malo para Matilde.
El año 1954 fue bueno porque vivió de nuevo con Floritchica. Hizo amistad con Arévalo y Árbenz. Se graduó de periodista. Publicó su primer gran ensayo investigativo: “Masferrer, alto pensador de Centroamérica”, un libro gordo y espeso, el primero de 15 libros que dedicará a ese escritor salvadoreño, al que admira por sus ideales económicos y de nación. “Él era un hijo ilegítimo y rompió los esquemas para destacarse, eso me acercó más a él. Porque en cierto modo, es lo que yo estaba haciendo como mujer”, reveló Matilde hace unos años…
El año 1954 fue malo porque se malogró la difusión de su libro. “Una reforma agraria afectó los intereses de la bananera United Fruit Company. Estados Unidos armó mercenarios y obligó a Árbenz a dejar el poder”, resumió Matilde la razón de su segundo exilio. Los Árbenz se asilaron en la embajada de México. Y la familia de Matilde –los Valladares– buscaron la sede de Ecuador porque, entre otras cosas, es la que estaba más cerca de su casa. En las calles de Ciudad de Guatemala había revueltas “anticomunistas”, y ellos eran considerados los comunistas. No cabían más en la escena.
Un destartalado avión plateado trasladó a los Valladares a otra realidad, Quito. Sin pensarlo, de nuevo son extranjeros. “Fue un vía crucis”, abrevió Matilde, hace años, este revés que ya ha olvidado. El gobierno ecuatoriano les brindó albergue, pero no empleo. Incluso tuvieron que asistir a comedores municipales para subsistir.
Con fortuna, las cosas cambiaron con rapidez. Matilde enganchó un empleo en la “Casa de la Cultura Ecuatoriana”. Fue amiga del fundador de ese instituto, el escritor Benjamín Carrión. Su labor consistía en dictar charlas, no sobre política esta vez, sino sobre periodismo y cultura. Su ambición por continuar formándose académicamente cuelga hoy de una pared de su casa. En 1955 obtuvo una licenciatura en Filosofía y Letras por la Universidad de Quito.
De la nada aparecieron los nubarrones de un tercer exilio. En diciembre de 1955 los maestros hicieron un paro de labores en Quito. El colegio al que asistía Floritchica se sumó a una marcha callejera. Un día después, un matutino exhibía la fotografía de Floritchica desfilando, ingenua, junto a unos manifestantes. El gobierno conservador del presidente José María Velasco Ibarra no vio con buenos ojos que la hija de una extranjera exiliada por su simpatía al comunismo agitara su país.
En la oscuridad de una madrugada, la policía de Quito reventó ventanas y puertas del hogar de los Valladares. Con bayonetas destruyeron sus pertenencias y los obligaron a abandonar Ecuador subiéndolos a un tren. Floritchica recuerda hoy eso como algo más bonito que feo: “Un tren nos llevó de Quito a Guayaquil. Vi nevados y poblados como Riobamba. En las estaciones la gente se disculpaba por el gobierno, decían que era una canallada que expulsaran a una intelectual”.
“Que éramos inocentes. Casi en cada estación del tren, la gente llevaba frutas, comida y flores. En Guayaquil nos encarcelaron, pensamos que nos iban a exiliar a la isla de Puná como castigo”, pero un avión despegó rumbo a Panamá, mientras grupos de estudiantes alzaban la mano como despedida solidaria.
Lo ocurrido en Ecuador Matilde lo hiló en una novela llamada “La niña del laberinto”. En ella recreó una conversación madre hija.
—¡Yo no tengo la culpa, mamá!
—No, no la tienes. Quiero que entiendas que todo esto es injusto y contra las injusticias se lucha.
Luego de este fragmento, lamenta que su hija sufriera traumas y culpas. Narra que es en este exilio donde nació, para ella, Cristo. Y escribe: “Cuando la vida te ha golpeado, aprendes a ser fuerte”.
A Panamá arribaron en diciembre de 1955. Fueron recibidos por la Sociedad Salvadoreña de Beneficencia en Panamá. Entonces Miguel Ángel, el esposo de Matilde, encontró viejos amigos, todos salvadoreños. Los conoció cuando colaboró en la ampliación del Canal de Panamá, entre 1943 y 1944. Eso ayudó a los Valladares a reacomodarse. Matilde volvió a dictar conferencias sobre literatura y cultura, ahora para salvadoreños.
Tengo temor. Eso suele decir Matilde para disculparse de su traicionera memoria. Dice que tiene temor, pero a equivocarse más. No obstante, Matilde suele dar sorpresivas respuestas. Al preguntarle cuándo regresó de Panamá a El Salvador, ella contesta que: “¡Eso no importa ya!”
—Lo que importa es que usted lea –y me invita a hojear dos muros repletos de libros que señala con un dedo índice.
Los muros son libreras difíciles de alcanzar. Cajas, muebles viejos y una máquina de escribir dificultan tocarlas. Al abrirse brecha entre las cajas, es notorio que los libros de las repisas superiores están más polvosos que los de abajo. La estatura de Matilde y su afán de lectura deben tener algo que ver.
No obstante, los libros de las repisas inferiores tampoco pueden ocultar el paso del tiempo. Un gorgojo camina sobre “París era una fiesta” de Hemingway. “La obra completa de Kafka” está apolillada. “Mi general Torrijos” de José de Jesús Martínez está envuelto en telarañas. La “Historia de la humanidad” de Jastrow está en proceso de descomposición. Y a “La Hojarasca” de Gabriel García Márquez le faltan hojas. Al extraer libros de forma aleatoria saltan estornudos y diplomas. Zulma bromea que puede que también salten algunos alacranes.
Una de las libreras, la más bajita, está coronada con una enorme fotografía de Claudia Lars, con expresión melancólica. Junto a ella, severa, un enorme busto en bronce de Matilde.
—¿Usted conoció a Claudia Lars?
—¡Claro! Éramos amigas. Pero esa señora está muerta ya. Yo estoy viva aún –reclama Matilde, que permanece sentada en el comedor anexo, contemplando, desde hace casi una hora, unos frijoles que no se atreve a probar.
Muy cerca de ella, entre las cajas y las libreras, yace una especie de sarcófago de mimbre. Hasta hace unos años, este era uno de los tesoros más preciados de Matilde. Hoy ignora su existencia. Se trata de una “tombilla cuadrada” que Claudia Lars le entregó poco antes de morir, en 1974. Se la entregó llena de libros, fotografías y la correspondencia que sostuvo con la chilena que ganó el premio Nobel de literatura: Gabriela Mistral. Pero con el tiempo Matilde debió poner o sacar otras cosas dentro.
Al abrir la tombilla, que por dentro está forrada de seda rosada, se descubren varias libras de páginas mecanografiadas por ella, por Matilde. Cientos de páginas sueltas onduladas con su disciplinada caligrafía, horizontal y legible. Poemas. Ensayos. Criticas de arte. Recortes de periódicos. Más ensayos. Sobres con el membrete de la Universidad de El Salvador. Libros de Dante Alighieri, su escritor favorito. Telegramas. Libros de los alemanes Goethe, Hegel y Kant. Libros con dedicatorias de Salarrué. Una fotografía de Mamá Adela… La vida e intelecto de Matilde en una tombilla.
Allí, un fólder rojo aprieta 70 páginas mecanografiadas. Matilde debió consumir mucho tiempo escribiendo un “Ensayo sobre el ensayo”. En él explica la historia de este género literario en El Salvador. Pero en ningún párrafo se incluye a sí misma. Quizás intuía que ella misma se convertiría en ensayo. Como ya ha sucedido.
Hace unos días, el escritor David Escobar Galindo me la había definido como “la primera gran ensayista de El Salvador”. Él considera que por ser pionera se le debe respeto y admiración. Ambos se conocieron en la Universidad de El Salvador, cuando él estudiaba allí Jurisprudencia. Matilde fue su catedrática de Introducción a la Filosofía. Incluso Floritchica fue su compañera de clases. Conoció a ambas poco después de 1957, el año en el que Matilde regresó de Panamá. Cuando los exilios acabaron.
Aún hoy, en la Universidad de El Salvador a Matilde la recuerdan como “la Doctora”. Desde 1960 que se doctoró en Letras, de esta misma universidad, hasta 1995 fue catedrática, y fueron alumnos suyos personajes como el ex presidente Calderón Sol, a quien Matilde recuerda todavía como “una gran cosa”. El diputado del FMLN Gerson Martínez aún la puede ver dándole clases, explicándole filosofía y cómo escribir bien, por una buena vez. Él pondera que Matilde es “un enlace intelectual que unió lo mejor de una sociedad plural”. Gerson visitaba mucho la casa de Matilde, pero nunca vio su tombilla.
De ella emerge ahora un llamativo recorte. Es la imagen de Matilde caricaturizada en un ejemplar de LA PRENSA GRÁFICA de 1976. Es exhibida de pie junto a una pila de libros, para ironizar su estatura. Con su mano izquierda sostiene un rifle, en supuesto de juguete, porque tiene dibujado un corcho en la boquilla. A un lado del recorte, Matilde sobreescribió con humor: Maximiliana Hernández Martínez.
Luego de la caricatura, el hallazgo es una cajita cuadrada, como de chocolates. Floritchica me autoriza a abrirla. Lo que contiene son bombones poéticos. Poemas póstumos a un muralista llamado César Pompilio Chávez. Con él se casó en 1979. Él tenía 26 y ella 60. Diez meses después de la boda, fue asesinado por la espalda.
En una tarjeta que tiene adheridas flores disecadas, Matilde llora: “Ya di mi tributo de sangre del lado que más duele. Ya soy la viuda más triste de todas de todas las viudas del mundo. Porque en todo el peso que llevo está el llanto de todas las mujeres que perdieron hijos, padres y esposos”. Todos estos poemas fueron publicados en 1982, en el libro titulado “Los sollozos oscuros”. Desde ese año Matilde incorpora la palabra “saudade” en su literatura.
—¿Qué significa saudade?
—Tengo temor… ¿Saudade? Saudade es una cosa muy mía.
Saudade significa en gallego –la lengua propia que hablan en la región española de Galicia–, nostalgia o añoranza. Matilde solía tener saudades.
Unos trozos de papel mecanografiados parecen saudades. Hablan de Roque Dalton. Matilde cuenta que cuando lo conoció, en 1960, él era como “el centro de la fiesta”. Un amigo “brillante”. Pero que siempre le denostaba ser admiradora del escritor Alberto Masferrer, porque lo consideraba un burgués reformista. Matilde describe que intentaba persuadirlo de opinión, con los muchos ensayos que escribió sobre él. Pero no hubo cómo.
Junto a Roque, brota “La balada de Anastacio Aquino”, un libro de teatro épico, que Matilde escribió en 1976. Tras él, brinca un poemario llamado “El momento perdido” y otro llamado “El verbo amar”… Matilde era versátil en cuanto a géneros literarios. Y, a pesar de que siempre dijo que lo suyo eran los ensayos, la universidad estadounidense de Columbia la premió en 1973 como la mejor cuentista de Latinoamérica.
De todos los periódicos que Matilde guardó en la tombilla, el ejemplar más reciente resulta sobrecogedor. La fecha es 24 de mayo de 2005. Es un suplemento cultural del Co-Latino, el periódico donde Matilde colaboró, con profusión, durante más de 25 años. El titular habla de un “Segundo Encuentro Internacional de Poetas” que se celebra en San Salvador. Debajo del titular Matilde sobreescribió dos veces con una caligrafía temblorosa: “No soy de las invitadas”, y subrayó la palabra “invitadas”. Debajo de sus anotaciones hay otro triste anuncio: “Murió Camilo Minero”. Él era un reconocido pintor y amigo, contemporáneo, que no dejó de platicar con ella hasta esa fecha.
En una librera, Matilde conserva el folleto biográfico de otro pintor y amigo: Armando Solís. Él tiene 68 años y continúa pintando. Le llamo por teléfono. Pregunta que cómo está Matilde. Le respondo que está bien de salud, pero que debo repetirle mi nombre a todas horas del día. Cambia el tono de su voz al otro lado del auricular. Me dice: “Así voy a terminar yo también…”.
Solís está triste porque hasta hace cinco o cuatro años Matilde recordaba todo, todo. Por años, años y años Matilde y Camilo Minero pasaban las navidades en su casa. Bebían vino, comían, platicaban de arte y de mil cosas más. “Hay cosas que se hacen tarde en este país. Cuando Matilde recibió el Premio Nacional de Cultura en 2005 (máximo reconocimiento que otorga el país a la cultura), ella ya no estaba tan bien”, lamenta Solís.
Sin embargo, reconoce que Federico Hernández, presidente de CONCULTURA, “demostró su aprecio por ella, porque la conoció”, incluso el año pasado hizo publicar “Su obra escogida”, que incluye una breve biografía escrita por el periodista Álvaro Darío Lara, quien invirtió más de tres años en construirla.
“La vida de Matilde es larga y compleja. Yo siempre quise escribirle su biografía, pero ella no quiso. Me dijo que ella la iba a escribir, que prefería que se publicaran sus obras literarias y no sus travesuras”, dice Solís.
Él y Floritchica consideran que uno de los golpes más duros que recibió Matilde en su vida fue cuando la Universidad de El Salvador prescindió de ella. En 1995 terminaron más de 30 años de docencia, donde incluso fue vicedecana de la Facultad de Humanidades. “Se le jubiló con unos irrisorios $350, sin homenajes, ni reconocimientos. Ella se deprimió mucho por alejarse de su universidad, de trabajar. Pero jamás dijo algo en su contra”, dice Floritchica. Mientras tanto, Solís promete ir a visitar a Matilde, dice que no importa que no lo reconozca.
En una casa donde no hay televisores ni radios, sino libros, el toque de una puerta es una total distracción. Y parece que alguien por fin llama a la puerta. Un señor se asoma por la ventana que da a la calle. Floritchica explica que es su papá, Miguel Ángel Valladares.
—¿Y que no se habían divorciado pues?
—Sí, en 1960. Matilde hasta escribió un libro sobre su divorcio: “Cartas a Groza”. Pero hará unos 10 años que mi mamá aceptó que viviera aquí, son amigos.
Miguel regresa de hacer un rutinario recorrido a la colonia, que incluye una visita a la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe. Tiene 91 años y, al igual que le ocurre a Matilde, sus recuerdos vagan como el humo por el viento. En silencio, Miguel entra, toma asiento en el comedor, justo al lado de Matilde, pero ella parece no darse cuenta.
—¿Mamá, sabe quién es él?
—No, pero siento que estamos relacionados.
—Tú estuviste casada con Miguelito, hace años.
—No, no creo. Se ve mayor que yo. No sabía eso, Flory. ¡Estoy tan asombrada! ¡Esto es nuevo para mí!
Los Valladares están completos de nuevo. “Estoy arreglando papeles para casarlos de nuevo”, revela Floritchica y agrega que entre sus planes está llevar mañana a la iglesia a Matilde. Zulma ya sabe qué traje ponerle, uno rojo, con chaqueta. Todos los miércoles Matilde visita el templo de otro Hijo Meritísimo de El Salvador, el Hermano Toby. Matilde recibió el reconocimiento de la Asamblea Legislativa en 2003, cuando tenía 84 años. Él, este año, a los 66.
Mientras tanto, Zulma parece embelesada leyendo algo en la cocina. Lee un pequeño poemario titulado “Añoranzas y saudades”, escrito por Matilde. Zulma pronuncia admirada: “¡Qué bonito escribía la señora!”, y me pide averiguar el significado de la frase “La vida es más grande que el destino”.
Dicen que Matilde solía explicar, a manera filosófica, que si una campesina de verdad anhela ser panadera, debe pasar por mil cosas antes. Buscar recursos, maestro, aprender a amasar la masa, aprender a hornear y a vender el pan. El proceso mismo de llegar a ser una panadera, la vida, es incluso más grande que llegar a serlo, el destino.
Matilde recita casi a diario esa frase. La recita luego de leerla del póster que le dejó su último homenaje literario, uno que ocurrió hace tres años, en un anfiteatro de la Universidad de El Salvador. El póster lo pasea entre su cuarto y la sala. Pero la frase es suya, es “genuina de Matilde Elena López”.
El destino de Matilde fue ser escritora en El Salvador. Su vida la ha olvidado porque quizás la sabe grande. Vivida. Ya no le importa recordar cuántos y cuáles premios ganó. Tampoco que sea Hija Meritísima del país y Antiguo Cuscatlán. Ignora que en la Universidad de El Salvador aún la recuerdan charrasqueando unos desmedidos tacones. Que tomaba la ruta 44 para regresar a casa. Olvidó que fue la primera mujer en ocupar un sillón –el C– dentro de la Academia Salvadoreña de Lengua. Olvidó a Árbenz y a Martínez, también Ecuador y Panamá. Olvidó incluso su tombilla.
Matilde ya no tiene saudades. Estando así no se enterará de que sus libros están en Multiplaza, pero que se venden poco o nada. Y que Floritchica cruza todos los días los dedos para que ella, Matilde Elena López, no olvide del todo a Matilde Elena López.
Matilde parece salir de un trance y desdobla su ajada voz. Llama a Zulma.
—¡Hoy me vas a decir quién sos en realidad!
—¡Pero si soy Zulma!
—¿Zurda? ¡Zulma! ¿Te has fijado que en esta casa todo dice Matilde Elena López? ¿Por qué será?
—Señora, usted se ganó estos premios, mire este, viene de Francia…
Zulma y Floritchica no descongelan la sonrisa. Entienden a Matilde, ya leyeron su obra. La hija balbucea, que en definitiva no heredó ni el intelecto ni la ideología de su progenitora. “Ella era genial. Una intelectual”, dice.
El tiempo pasa volando. Es tarde ya. Matilde me toma de nuevo por el brazo. Me guía hasta la salida, como cortés despedida. A mitad del camino, ella se detiene, lo hace frente a una pared salpicada con retratos de ella misma.
Su rostro fue interpretado por distintos pintores que, en vida, fueron sus amigos, como Rosa Mena Valenzuela, y caricaturistas, como Toño Salazar. Y elige uno.
—Ese cuadro es el que más me gusta. Lo dibujé yo.
Sin embargo, el cuadro reclama ser una obra de Edgardo Valencia, de 1979. Es una oda pictórica a su intelecto: del cerebro de Matilde brotan gruesos árboles y flores, emerge un castillo medieval, pájaros a punto de volar, ramas de café que ondulan cabellos. Una pluma de escritora nace de su frente y junto a la pluma navega un barquito, que en una vela dice: “El vuelo de la mano inmortal agitó sus alas desde el corazón”. Otra frase de Matilde. Parece también atinada.
Ya en el umbral de la casa, Matilde dice adiós y cierra la puerta. Segundos después, cruje la misma puerta, la abre con dificultad, se asoma, y dice:
—¿Sabe qué? No lo voy a olvidar.
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